domingo, 17 de julio de 2011

Paso en falso a tres tonos (o El placer del amor imposible). Pt. 1

I. “The chase is better than the catch”

Pig (tomó Rulium)

Lento, pausado como el andar de la noche, transita el humo del cigarro, llenándome el rostro de sonrisa. Me detengo una vez más, el espejo tiene algo que decirme: ¿de qué te ríes? Diablos, no había pensado cómo contestar a tal pregunta; de cualquier modo, mi respuesta sería incluso más risible que el motivo mismo de mi risa –ja ja-: me río porque estoy atrapado, porque he caído, víctima del cálculo de riesgos, del tropezón con previa aceptación y a sabiendas del descalabro.

¿Quién no ha degustado las sales del peligro tocando a su puerta y aún así le ha dado la cara? Enfrentar así al placer es como jugar a la ruleta rusa: se le coquetea a la muerte, se acorta la vida, pero eso no importa, no, lo que importa es burlarse de uno mismo, mirarse con los minutos contados y derrochar gustosamente cada segundo. Bien, yo soy un tipo de ésa estirpe que se entrega a sus placeres hasta la burla (la ajena, la propia, da lo mismo); pocas veces puedo explicar con claridad qué es exactamente lo que me gusta de tales placeres, casi siempre por una arraigada repugnancia a ser catalogado como un simple hedonista, pero en el fondo, me regodeo en las causas que me llevan a buscar mis placeres y darles rienda suelta, pues en el efecto del placer me va la causa del agrado; por eso cuando alguien me pregunta por qué fumo, contesto con un jovial y tajante “porque me gusta” –ja ja-, pero poco han de saber esos defensores de la pureza del smog que el origen de cada golpe dado al tabaco está forjado en los largos dedos de Paganini ejecutando una de sus sonatas, en el “Claro de Luna” de Beethoven, en la profunda voz de Bob Dylan o la de Saúl Hernández, en las andanzas de Ixca Cienfuegos, en la atmósfera del Comala de Pedro Páramo, en la más aguda de las introspecciones de Hamlet, todos ellos convergiendo en una orgiástica bocanada de humo. Me encantaría poder contestarles alguna vez echándoles el humo a la cara, “interpreta mi bocanada”, pensaría, pero me basta con saber que tales placeres les están vedados –ja ja ja-.

Algo similar me sucede con Platón, en específico, con la visión platónica sobre el amor. El amor platónico es, a mi gusto, el mejor punto de origen para el amor mismo, para el amor libre; un amor hinchado de palabras pero falto de voz, sobrado de miradas pero ciego de fantasía, resignado a no salir de los confines de su cautiverio mientras es alimentado por la esperanza de poder ser, de poder existir. Antes de ésta noche, he tenido que confrontar en más de una ocasión ésta postura ante uno que otro defensor exacerbado de las tragedias románticas que argumentaba que el amor, para poder ser amor, debía sufrirse hasta el sopor, pero, pregunto yo, ¿acaso no es ya suficiente tragedia martirizar a la mente con la consideración de un posible rechazo? Algo hay de noble en el amor que hace que su carácter trágico sea perecedero, y eso es el reverso del rechazo: la aceptación, el anhelo ligado a la posibilidad de conseguirlo, y luego de conseguido, la oportunidad de gozarlo; hay que sufrirlo, cierto, pero no permanentemente, pues considero que la finalidad del amor, al igual que la de la existencia del ser, es la trascendencia: pasar de un amor platónico (mudo y cautivo) a un amor imposible (limitado pero sinceramente defendido) y, finalmente, a un amor libre (etéreo y delicioso).
Cuando aquel amor cobra voz y vida se habla, se canta, se rumora y deja que lo rumoreen, es contado de oído en oído pero no deja que lo griten, no, pues está consciente de que existe cierto riesgo de que se le niegue la posibilidad de ser, teme ser descubierto y reprobado por imprudente, porque casi siempre el amor llega al ser cuando éste se encuentra menos preparado para recibirlo, así que es mejor ponerle su traje de imposible y emprender la lucha por invertirlo, por darle vida, estimulado por la noción de que se está haciendo algo prohibido. En éste sentido expuesto, me declaro seguidor acérrimo del amor imposible, me fascina ligeramente menos que el amor libre, pero no dejo de disfrutar de su encanto, y es que a fin de cuentas, hasta el mismísimo Lemmy sabe –y lo grita con toda la potencia decibélica de su aguardientosa voz- que “la persecución es mejor que la captura”.

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